miércoles, 1 de abril de 2009

LOCUAZ


“Murió porque hablaba demasiado”. Es la respuesta sin posibilidad de repregunta –por si acaso- del jefe mafioso ante algún compinche que inquiere sobre la existencia de otro del que hace algún tiempo nada se sabe. Aquí la locuacidad es causa segura de una sentencia de muerte inapelable, pues en definitiva, ese hablar demasiado no es otra cosa, en el argot de la mafia, que “irse de la lengua”. En este contexto, por consiguiente, parece que lo mejor es “mantener la boca cerrada” y sólo decir las palabras justitas que correspondan, pues incluso errar en alguna de ellas puede ser también causa provocadora de la ira asesina de quien sustenta el poder.

En otros ámbitos, sin embargo, la locuacidad puede ser una auténtica virtud, al menos en principio. Es lo que suele ocurrir en el ámbito de la política, donde la combinación de locuacidad e imagen es un factor inicial determinante en la carrera de muchos líderes políticos. Pero en este contexto, hablar demasiado ya no es sinónimo de “irse de la lengua”, sino más bien, de “no decir nada” y, en caso de sobrevenir la “muerte”, esta no es definitiva, sino tan sólo confirmación de que lo mejor es “hacer oídos sordos” ante el discurso insustancial y de pura palabrería del que hemos descubierto como mero diletante de la palabra. El candidato feneció porque lo único que hacía era hablar y hablar para sí mismo, esto es, para escucharse a sí mismo sin ton ni son. Hagamos un esfuerzo y pensemos en algunos líderes políticos de ámbito nacional, autonómico o local, y seguro que hallaremos ejemplares muy desarrollados en cuanto a grado de perfección alcanzado, con esa supuesta virtud de empezar la frase con la horripilante expresión de “Yo diría…” y no saber cuándo la van a terminar.

Y qué decir del ámbito de la abogacía, profesión que entronca desgraciadamente con la visión negativa que nuestra cultura tiene de los sofistas (gracias a las diatribas que contra ellos nos legó Platón), y para los que la palabra es siempre un instrumento determinante a la hora de la defensa o el ataque en el proceso de la discusión dialéctica. Aún quedan agraciadamente abogados que usan correctamente el lenguaje y que son comedidos –aunque a veces también ampulosos- a la hora de su aplicación al caso concreto.

¿Y los profesores? Ay, los profesores (y profesoras, que ya deben ser más a estas alturas). Estos sí que precisan de la palabra y también de la locuacidad, y de la paciencia, y de la repetición comedida y clarificadora pero expresada de distinta manera, y del afecto hacia el discente para crear con el mismo los lazos propios de la empatía que facilita el aprendizaje y el conocimiento mutuo. Siempre he pensado que el profesor que no tenga problemas de cuerdas vocales es un profesor del que en principio hay que dudar. Sí, ya se que es un poco duro decirlo, pero no suele fallar. La locuacidad aquí no es hablar por hablar o hablar innecesariamente, sino más bien, hablar y hablar porque mediante la palabra se transmite incitación a la reflexión y al descubrimiento de las realidades e ideas que conforman nuestro mundo. Dicen que los profesores actuamos como si fuéramos actores, pero en realidad el buen profesor no actúa, pues ello supondría afirmar que se limita a ser repetitivo como lo es el actor que día tras día repite el mismo guión. Por el contrario, el profesor actúa cada día con un guión en buena parte improvisado, porque cada día es la realidad y sus propios alumnos los que le demuestran que en la tarea del conocimiento es preferible la locuacidad que nos conduzca a descubrir el error o la perspectiva de una nueva reflexión, que el silencio o la mera cadencia de la letanía del discurso petrificado por el paso del tiempo.

1 comentario:

Paco Piniella dijo...

El power point se ha cargado la locuacidad de los profesores ¿no crees? Y con Bolonia parece que aún daremos menos de esas clases que ahora llaman magistrales.
Saludos desde Cádiz.