miércoles, 24 de septiembre de 2008

EN TORNO AL OFICIO DOCENTE


Después de unos cuantos años dedicado casi en exclusiva a este negocio ruinoso de tratar de enseñar a otros, algo he aprendido, y no sólo de la materia que enseño, sino también, de los destinatarios de mi actividad. En cada inicio de curso, voy a mi clase ilusionado con ver las caritas de los angelitos que allí esperan con ver a su vez la carita del profesor o profesora que les ha tocado en suerte. Aunque en ocasiones me parece que en el acto de presentación digo lo mismo de todos los años, en realidad no es así. Creo que aún no me ha llegado la hora de tomarme mis clases como una mera repetición rutinaria de una materia que ya no suscita en mí ningún tipo de interés. Es en esto último donde quizá radique la clave de la profesión docente. Si el profesor ha perdido su interés en la materia que estudia para así poder iniciar a otros en ese mismo interés, mal asunto. Será imposible que suscite la necesaria curiosidad y el gusto por saber y aprender en sus alumnos. Por eso, si bien eso del aprobado y suspenso son datos de los que en la actualidad no cabe prescindir, en realidad ese dato ha de ser obviado por el profesor desde el primer día de clase. No se viene a la Universidad a aprobar o suspender, se viene a aprender, a reflexionar críticamente sobre la realidad objeto de estudio, a tratar de formarse de la manera más amplia y completa posible, en fin, a aprender a asumir la responsabilidad que supone ser un adulto en un mundo cada vez más complejo o tal vez más simple.

Esto último de la complejidad o la simpleza es algo que realmente me abruma cada vez más a la hora de cumplir con mi función docente. Vivimos en una sociedad en la que las fuentes de información a utilizar por los destinatarios son aparentemente ilimitadas. Basta con teclear en el buscador Google u otro similar la palabra o el término sobre el que queramos tener información, y en breves segundos tendremos a nuestra disposición cientos, miles o millones de páginas a nuestro alcance. Sin embargo, aparte de tratarse de una información desordenada, inconexa y de naturaleza extremadamente diversa en cuanto a su rigor y calidad, lo cierto es que rara vez lograremos obtener a través de este medio una información fiable, pues la mayor parte de las veces la misma aparecerá asociada al marketing o a la incitación al consumo. Se me podrá calificar de carca, pero creo que es muchas veces más útil a efectos de fundamentar un aprendizaje sustancial, acudir a una biblioteca universitaria y leer uno o más libros fundamentales sobre un determinado tema, que estar perdiendo el tiempo navegando por internet sin rumbo conocido (bueno, es verdad, ya sé que en nuestra Universidad no se acude a la biblioteca con esta finalidad, sino casi exclusivamente a “empollar” irracionales apuntes que sólo sirven, si acaso, para obtener una ansiado aprobado, pero nunca para aprender absolutamente nadita de nada).

El proceso de aprendizaje y el querer saber no sólo es una actitud, sino que es también posiblemente una desgracia para el sujeto. Esto es lo que de verdad me atormenta. Saber y conocer, estudiar y reflexionar sobre la realidad, es propio de espíritus inquietos (desinquietos en Canarias), y esto es lo que pretendemos los docentes de nuestros estudiantes. Pero si esto es así, nuestra obligación será darles los instrumentos para que sean capaces de advertir, por ejemplo, el fraude en que se ha transformado, en muchísimos aspectos, la Universidad pública española. Y esto, queridos amigos, es hacerlos unos desgraciados, pues no sé si no sería más correcto y más feliz para ellos pasar cuanto antes por la Universidad, aprobar sin aprender ni aprehender y seguir enganchados al “bred and circus” permanente que nos rodea.

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