viernes, 13 de marzo de 2009

CONMIGO O CONTRA MÍ


Bueno y malo, dos palabras de significado aparentemente simple pero cargadas de una larga tradición que se inició con el maniqueísmo y que en pleno siglo XXI siguen determinando el pensamiento –y a veces el comportamiento- de millones de personas. Se trata de una dicotomía para la que no existen términos intermedios: o eres calificado de bueno o lo eres de malo, no cabe el bueno a medias y el malo a medias, pues ello introduciría un grado de inseguridad y de duda que sería insoportable para aquel que precisa en la vida de consignas claras y terminantes.

En el campo de la política, el lema “o estás conmigo (que soy el bueno) o estás contra mí (es decir, con los malos)”, refleja esa misma dicotomía que obliga a los seguidores del líder a posicionarse en determinadas coyunturas. Para los seguidores es siempre una opción difícil y que además acarrea la asunción de riesgos ciertos y evidentes si la coyuntura provocadora de la afirmación es un hecho futuro e incierto, como puede ser, por ejemplo, el resultado de una elección. Sin embargo, en estos casos el posicionamiento adquiere grados distintos de intensidad y dramatismo en función del ámbito en el que se mueva quien venga obligado a realizarlo. Si es el militante de un partido político, pues la intensidad del pronunciamiento es muy alta, pues apoyar a uno u otro líder del mismo partido, puede suponer algo tan vital para tantos militantes como aspirar a ocupar o no algún puesto de responsabilidad partidaria, y que luego puede traducirse en un puesto de responsabilidad en el gobierno si finalmente el líder vencedor gana las elecciones con el voto de los ciudadanos. Por el contrario, el ciudadano que decide con su voto quién será el que deba gobernar, no muestra ningún tipo de angustia a la hora de decidirse por una u otra opción política. Es más, en muchas ocasiones, podrá verse socialmente forzado a manifestar a favor de quién está y, por tanto, a quien va a votar, y luego, al votar, hacer todo lo contrario (es este, por cierto, un fenómeno revelador de que el voto secreto es muchísimo más respetuoso con la libertad que el voto a mano alzada, tan propio de los defensores de la mal llamada democracia asamblearia).

Pero tenemos tendencia a creer que el maniqueísmo de dividir tan tajantemente a la gente entre buenos y malos es algo propio del mundo de la política, cuando en realidad está presente en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana. Baste con pensar en algo tan alejado de la política como puede ser una separación conyugal. Se impone una dinámica perversa consistente en que los familiares de los cónyuges que pretenden separarse han de alinearse con uno u otro en función de los respectivos lazos de sangre. Pero ocurre también en el supuesto templo del saber y la racionalidad que es la Universidad, donde el discípulo se supone ha de apoyar al maestro en todo, hasta en la comisión de injusticias como la de votar a favor de un candidato a ocupar una plaza de profesor que no reúne los méritos necesarios o cuyos méritos son muchísimo peores que los presentados por otro candidato que no pertenece a la misma Escuela del maestro (por cierto, jamás he oído a ningún político hablar en serio de este tipo tan agravado de corrupción que a diario se comete en la Universidad española).

En la vida, salvo los colores, nada es totalmente blanco o negro, y no parece que haya tampoco nadie que sea totalmente malo o totalmente bueno. Sí, ya se que la determinación y el espíritu firme pueden ser necesarios y muy útiles en la vida, pero esto nada tiene que ver con dividir permanentemente a los humanos entre buenos y malos o entre amigos y enemigos.

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