miércoles, 17 de diciembre de 2008

SACAR LAS CASTAÑAS DEL FUEGO


Los domingos por la mañana suelo ir a un mercadillo del agricultor que está muy cerca de mi casa. Me gusta ir a comprar la verdura de la semana, un queso blanco pequeño y fresco, la fruta (naranjas, papaya, guayabos, manzanas), papas, pan para el día, gofio “misturado” (garbanzo, millo, trigo y cebada), algún mojo canario… Suelo comprar generalmente en el mismo puesto, pues ya me conocen las dos hermanas que lo atienden y además de hacerlo muy bien, siempre tienen el detalle de obsequiarme con alguna fruta de más. Cuando les digo que haciéndome esos pequeños regalos el negocio se les va a ir a la ruina, suelen contestarme con cierta sorna que existiendo clientes fieles como yo, eso será imposible.

La primera vez que me paré a comprar en aquel puesto, una de las hermanas me miró atentamente y me preguntó: “¿Usted no será de Hacienda, verdad?” Me quedé bastante sorprendido con la pregunta, y mi respuesta yo creo que también sorprendió a mi interlocutora. Casi de forma automática le dije que sí, que yo era de Hacienda, pero que sin embargo no tenía nada que ver con el cobro de impuestos, pues mi función era la de dar clase en la universidad sobre temas relativos a la Hacienda pública. “¿Ve usted?”, me dijo con cierto rintintin, “yo no suelo equivocarme respecto a las personas”.

Pasaron dos o tres fines de semana en los que continué cumpliendo con mi cita obligada de compra en el mismo puesto, hasta que por fin este fin de semana pasado la señora me presentó a su marido. Una persona agradable y con buen sentido del humor. Nada más intercambiar los saludos protocolarios, me dijo: “Oiga, cristiano, ¿sabe usted que a mi mujer le encanta que le estén sacando siempre las castañas del fuego?” Le respondí casi sobre la marcha “¿y a quién no?” En ese momento, la mujer, dirigiéndose mí, me propinó un figurado directo de derecha en el mentón: “Por cierto, Don Guillermo, usted no conocerá a alguien en Hacienda que pueda orientarme sobre una subvención que me concedió hace dos años la Consejería de Agricultura del Gobierno de Canarias y que ahora me reclama Hacienda porque no la declaré en su momento?”

Con la edad no siempre es verdad que se vayan perdiendo reflejos (basta con advertir, por ejemplo, la excelente flexibilidad de cuerpo y cintura del presidente Bush), sino que éstos, al menos desde el punto de vista mental, se agudizan. Hace pocos años, mi respuesta a aquel directo de derecha formulado por la señora, hubiera sido la propia del que queda noqueado y medio tonto: “No se preocupe, tráigame los papeles que le ha enviado Hacienda que yo le oriento sobre el tema”. Ahora, sin embargo, por mi mente pasó esa luz repentina que también le había pasado instantes antes a la señora y recordé de forma inmediata a quién podría recurrir para que me sacara a su vez a mí “las castañas del fuego”. Ahí estaba, casi que como por arte de magia, el nombre de un conocido, antiguo alumno, funcionario de Hacienda, al que podía remitir a la señora para que intentara resolverle su problema.

Oiga, y no se trata de que nos quitemos de encima los problemas ajenos, sino más exactamente, de todo lo contrario, de tejer una red solidaria que nos permita que siempre exista alguien, dependiendo de cada circunstancia, que nos pueda “sacar las castañas del fuego”.

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