La generalización del consumo de bienes y servicios es una de las características definitorias del modelo económico capitalista actual, y aún a pesar de que hoy comprobemos en plena crisis que existe una retracción de los mismos, parece evidente –al menos eso es lo que nos dicen los economistas- que será a través de la revitalización del consumo como de nuevo podamos volver a niveles de “crecimiento” económico. Cuestión distinta es entrar a discutir qué tipo de crecimiento es el más idóneo para todos, es decir, para los que ahora vivimos y para nuestros descendientes que se supone vivirán en el futuro en este planeta o en otros. Es ahí donde deberían entrar a jugar sus cartas los verdaderos políticos, explicando al pueblo por qué interesa seguir un determinado modelo de desarrollo y no otro, y si fuere menester, poniendo a votación directamente por el pueblo la elección definitiva entre uno y otro (esto es lo que se hace en muchos Estados en Norteamérica y es lo que debería hacerse entre nosotros, los canarios, con temas como la construcción o no del Puerto de Granadilla).
Una de las características de la generalización del consumo es que los negocios jurídicos en los que se sustentan los actos individuales de consumo se establecen como condiciones-tipo o clausulas generales de adhesión, sin que quepa la posibilidad de que el cliente pueda modificar esas condiciones, a las que se adhiere de manera automática sin ser consciente en la mayoría de los casos de los derechos y deberes que se desprenden de las mismas. Esto sucede, tanto cuando compramos en unos grandes o pequeños almacenes, como cuando compramos un coche en un concesionario o un billete de avión a través de internet o directamente en el aeropuerto. La fijación de esas condiciones generales y la salvaguarda de los derechos de los consumidores en las mismas no puede obviamente ser una cuestión que pueda fijarse de manera unilateral por parte del oferente de los bienes y servicios, sino que las mismas han de ser supervisadas por el poder público y por las organizaciones cívicas que representen los intereses de los consumidores. El poder público actúa aquí como garante o árbitro de los recíprocos derechos y deberes de empresas y consumidores, pero también, como protector de los derechos de la parte en general más débil de la relación, esto es, de los consumidores.
El sistema reseñado se va construyendo poco a poco, pero sobre todo, al hilo del progresivo aumento de la conciencia cívica de los ciudadanos, puesto que es este un requisito imprescindible para reclamar la pertinente acción –pública o privada- tendente a proteger los derechos de los consumidores frente a los posibles excesos o abusos de los oferentes de bienes y servicios.
Cuestión totalmente distinta a la anterior se plantea cuando es el propio poder público (la Administración) la que actúa para la consecución de sus propios fines. En este caso, existe en nuestro país (en esto heredero, desgraciadamente, del sistema establecido por la revolución francesa) una tendencia a conceptuar como inevitable (siempre justificada en la injustificada prevalencia del llamado “interés público”) la actuación de la Administración. En este caso, es la Administración la que es dotada por la ley de una serie de poderes exorbitantes frente al ciudadano que la mayoría de las veces carecen de cualquier tipo de justificación, pero que rara vez son cuestionados por los ciudadanos por la sencilla razón de creer de manera infundada que el llamado interés general ha de prevalecer siempre sobre el interés individual. Aquí la actuación administrativa es una actuación en masa…pero desgraciadamente también para la masa que permanece inerme ante el despliegue de tanto poder ilimitado.
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