jueves, 29 de mayo de 2008

CELSO BARRERA SÁNCHEZ


A mi amigo Celso, que ya no podrá venir conmigo a visitar la isla de El Hierro.

¿Cabe concebir el orden del desorden? Definitivamente sí. Y no se trata de una cuestión opinable, sino de una constatación. Basta, para comprobarlo, con visitar un barrio del extrarradio de Santa Cruz de Tenerife que recibe el sugestivo nombre de Las Moraditas de Taco. Desconozco si ese nombre tiene su origen en lo que fue la morada inicial de muchos gomeros que se trasladaron a la isla de Tenerife como emigrantes interiores en busca de nuevas oportunidades para ellos y sus hijos, o bien, en lo morados que se tuvieron que ver en su isla natal, La Gomera, para optar por trasladarse a otra isla en la que se ofrecían oportunidades de trabajo y promoción social que eran imposibles de ver realizadas en su isla natal. En cualquier caso, la cuestión no tiene mayor importancia, pues lo relevante de verdad es que el caos urbanístico que puede apreciarse por los anónimos conductores que a diario circulan por la autopista que pasa junto al barrio, es en realidad un caos auténticamente aparente.

Vivimos en una sociedad en la que ciertas apariencias son valores consolidados. Aparentamos ser solidarios con los inmigrantes (y muchos gomeros lo fueron en los años duros), pero en realidad nos importaba un bledo por qué venían, cómo venían y cómo se establecían en el extrarradio de la ciudad. A lo sumo, su llegada sirvió a algunos para contar con una mano de obra dispuesta a dar todo su esfuerzo a cambio de condiciones no siempre justas o mínimamente equilibradas. A ello, además, se unió la conceptuación del inmigrante gomero como un sujeto culturalmente atrasado y base fecunda para institucionalizar un interminable rosario de chistes y anécdotas propios de gomeros, muestra patente de otra nueva y falsa apariencia propia de estúpidos, la que tiene que ver con la calificación de los seres humanos en función de su nivel educativo, familiar, social y, sobre todo, económico.

Pero la falsa apariencia, por muy permanente que sea, siempre presenta algún flanco de debilidad por la que normalmente quiebra. Puede ser éste el del esfuerzo personal capaz de superar cualquier apariencia, pero también, el de la inteligencia, que es esa poderosa facultad del ser humano capaz de permitirle sobresalir de la apariencia para asumir con todas las consecuencias su destino como tal, esto es, para no renegar nunca de su origen social, cultural, familiar o económico del que abiertamente se siente orgulloso, y para poner además de manifiesto que es capaz de lograr por sí mismo las metas y objetivos vitales que otros nunca alcanzarán por su propio esfuerzo. Por eso, la inteligencia o existe o no existe. No cabe aquí la apariencia, y si esta última llegara a estar presente, el inteligente siempre la detectará y de seguro que se encargará de bordearla, ignorarla o de llegar a hacer creer al tonto que de verdad el mismo es también inteligente.

Si a la inteligencia se une además la bondad y la predisposición permanente a ayudar al otro, el resultado no puede ser otro que el de la amistad, que sólo puede nacer y fortalecerse mediante la generosidad y la afirmación incondicional, rotunda y nunca aparente de: “¿Tienes algún problema?, pues no te amargues, que eso tiene solución”.

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