martes, 29 de julio de 2008

HOY TENGO UN MAL DÍA


Una excelente noticia para mí y para mis allegados, pues tener un mal día significa que estamos ante una excepción y no ante la regla general. Lo general es que tenga buenos días, de ahí, que cuando el día se inicia con la predisposición de que el mismo va a ser malo, suele ocurrir que así sea. En esto es fundamental siempre el estado de ánimo, pues aún pudiendo estar presente un mal día por la concurrencia de elementos objetivos que en sí mismos son negativos (notificación de un requerimiento de Hacienda; pequeño choque con el coche; aviso de un corte de luz o agua por obras, etc.), tales aspectos se superan siempre en mejores condiciones con una actitud positiva que negativa. Y no se trata de ser comprensivo con los acontecimientos (p.ej., aceptar de manera complaciente y hasta alegre el requerimiento de Hacienda), sino simplemente, de tratar de impedir que tales acontecimientos por sí mismos o en concurrencia con otros nos puedan afectar a nuestra salud física y mental. Ante el requerimiento de Hacienda podremos bramar y hasta mentar a la madre del ministro del ramo, pero casi simultáneamente debemos empezar a organizar nuestra estrategia de defensa. Además, como esta es una tierra de apariencias y, sobre todo, de mucho mamón envidioso que se alegra del mal que le pueda afectar al vecino, no está del todo desencaminado aplicar lo que ya recoge de manera inteligente el refranero popular: “A mal tiempo, buena cara”.

Pero a diferencia de lo que es tener un mal día por la presencia de factores externos que nos puedan afectar, sucede a veces que el inicio del día lo calificamos como malo a partir de una reflexión sobre nuestra actitud ante determinados acontecimientos vitales. Ocurre esto cuando se nos pone “cara de pollaboba” al pensar que la reacción de nuestros congéneres hubiese podido ser otra de haber sido nuestro comportamiento hacia los mismos menos complaciente, educado, amable o, en otros términos, si el mismo hubiese sido más “hijoputesco”. Se trata de situaciones en las que el trato con una persona o un grupo de ellas, se rige por las mismas reglas que rigen nuestro modo de actuar. En otras palabras, pudiendo nosotros determinar cuáles son esas reglas (p.ej. por nuestra condición de profesores o de jefes de una unidad administrativa, o de una función directiva en el seno de la empresa), creemos que los demás operaran con ellas de la misma forma en que lo hacemos nosotros. La principal de esas reglas es, sin duda, el respeto y la consideración al otro. Cuando esa regla se vulnera por parte del otro, nuestra reacción sólo puede ser una: restablecer la regla mediante el imperium. Si no lo hiciéramos así, mal empezamos el día, pues aparte de que se nos pone cara de “pollaboba”, estaremos contribuyendo de forma decidida a que las reglas desaparezcan y se sustituyan por el caos.
Así que permítanme terminar con un consejo: en ocasiones –aunque no sea verdad- vale más ser calificado de “hijoputa” que de “pollaboba”.

No hay comentarios: