martes, 28 de octubre de 2008

LA HORA Y EL CONTEXTO

La hipertensión, el sedentarismo, la comodidad, el buen yantar… manifestaciones comunes a todos aquellos (y aquellas) a los que nos prescriben caminar, caminar y caminar…que “er mundo se va a acabá”. Y eso es lo que procuro hacer cada día con un poco de gusto y bastante fuerza de voluntad a primera hora de la mañana.

7,30 h. – 8,00 h. a.m. Es una buena hora. Camino desde casa hasta la carretera general, paso por el peligroso puente –por su estrechez y por la velocidad con el que lo cruzan los vehículos- que se encuentra antes de llegar a la charca de Los Ascanio, sigo la avenida de Las Araucarias hasta la gasolinera de la entrada de La Orotava y de allí regreso de nuevo hasta mi casa. La mayor parte del recorrido lo puedo realizar por la acera. El que realizo directamente por el borde de la carretera lo hago bajo un nivel de miedo bastante elevado aunque hasta ahora superable, pues no me fío un pelo de los conductores que, entre el cigarrito, el móvil, la radio y la mala cara mañanera, suelen ir como locos y poco pendientes de los escasos peatones que a esa hora transitamos por el lugar. Además, me fastidiaría mucho perecer atropellado por uno de estos “belulas”, así que cada vez que les veo pasar descargo todo mi arsenal de palabrotas previstas para este tipo de eventos (una vez han pasado, claro), lo cual creo que también contribuye de manera decisiva a favorecer la libre circulación de la sangre y de la mala leche hasta ese momento contenida.

Cuando camino por la zona que ya es calle, es excepcional encontrarme a esa hora con otros viandantes, pero cuando lo hago, mi reacción al cruzarme con ellos –y también la suya- es la de saludarnos con un sonoro buenos días, un adiós o un simple buenassss. Es una reacción cuasi natural. Por el contrario, en ese mismo lugar, pero a las 11,00 h. a.m., cuando el tránsito de personas ha aumentado considerablemente, los comercios y negocios de la zona han abierto sus puertas y la vida diaria ha tomado el pulso normal, resulta inconcebible que surja de manera natural el saludo entre dos viandantes que se cruzan en el camino y que no se conocen de nada. ¿Qué ha sucedido? Pues lo que sucede siempre que el ser humano se integra y actúa como un engranaje más de la máquina llamada masa: que se pierde el sentido y la conciencia de la individualidad. El sujeto que en este contexto fuera saludando a todos los viandantes con los que se cruzara, sería automáticamente calificado como un loco o un pirado.

Sin embargo, la explicación que se suele ofrecer de este hecho es la contraria a la que hemos apuntado, pues se parte de considerar que en la vida de las ciudades, el ser humano se concentra en sí mismo, en su individualidad, y pierde su conciencia de formar parte de una comunidad o colectividad. Se dice que el ciudadano moderno, salvo las excepciones de rigor, “va a lo suyo” y no le interesa lo que le pueda ocurrir a su vecino. Pero en realidad, es la actuación con espíritu y como miembro de la masa la que anula la individualidad del ser humano, y no la vida en comunidad en sí misma considerada. La contraposición no es pues individuo-comunidad, sino individuo-masa. La primera preserva mi individualidad, la segunda, trata de anularla, pero procuro reafirmarla diariamente de 7,00 h. a.m. a 8,00 h. a.m. cuando salgo a caminar. Es pura cuestión de conciencia, aunque favorecida por la hora y el contexto.

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