viernes, 24 de octubre de 2008

TENER DERECHO A LLEVAR LA PENA O EL REMORDIMIENTO EN EL ALMA


Llevar en el alma la pena o el remordimiento es toda una condena y, además, presumo que incluso más dolorosa que la condena expresa que se exterioriza mediante una multa, la privación de la libertad de expresión y circulación o el reproche de la sociedad o, al menos, de un círculo de personas que conoce de nuestras debilidades y miserias humanas. Creo que son muchas y variadas las ocasiones en que acontece esto de cargar en nuestra conciencia con la pertinaz y duradera pena que nos puede acompañar hasta el último suspiro.

Existen seguramente muchas vías para llegar a esta situación. Una es la de realizar una acción que en el momento en que la acometemos estamos convencidos de su naturaleza irreprochable. Somos autosuficientes, estamos convencidos de tener la razón de nuestra parte y no atendemos a los signos externos que nos indican o pretenden hacernos ver lo contrario. Pasado el tiempo, éste nos llevará, mediante la reflexión, a la conclusión de que estábamos totalmente equivocados en nuestro modo de actuar. Es posible que a esas alturas ya no quepa remedio alguno, sino sólo el arrepentimiento (que es siempre una liberación de la culpa propia auspiciada por la bondad del destinatario directo o indirecto de nuestra acción injusta), o el remordimiento (aún siendo perdonados por el otro no podemos serlo por nosotros mismos).

En otros casos, por el contrario, en el momento de realizar nuestra acción somos conscientes de nuestra condición indudable de canallas. Actuamos sin escrúpulos ni reparos de ningún tipo. Sólo con el paso del tiempo somos capaces de mirar hacia atrás y reconsiderar nuestras viejas acciones, bien porque se acerca la muerte y este es siempre un motivo propicio para plantearse un examen de conciencia con independencia de que se sea o no religioso, bien porque hemos sido víctimas a su vez de algún tipo de canallada similar al que nosotros cometimos en un momento anterior de nuestra miserable vida. También aquí se puede instalar en nuestra alma la pena o el remordimiento.

Estos dos supuestos anteriores son merecedores de ser calificados de humanos, esto es, capaces de ser comprendidos y, sobre todo, perdonados por otros humanos a fin de así liberar a sus protagonistas de una condena impuesta o autoimpuesta para toda la vida.

Pero existe otro supuesto en el que la liberación es imposible, y no sólo porque no exista arrepentimiento previo, sino porque tampoco existe condena. Es el de la obediencia debida por el sicario que cumple con éxito con su misión a cambio de una retribución pecuniaria o en especie. Abiertamente, el sicario admite (lo hacía el otro día un tipejo con el rostro oculto en un programa de televisión) que él no tiene problema alguno de conciencia; él es un trabajador autónomo cuya actividad consiste en hacer algo por encargo. Si el sicario cumple en debida forma con su trabajo, jamás nos enteraremos los demás absolutamente de nada. El sicario construye un muro infranqueable entre su conciencia y su actuación, y salvo que esa actuación trascienda por cualquier circunstancia, los demás tenderemos a creer que la víctima es víctima de las circunstancias, pero no de la acción del sicario ordenada por otro.

Nuestra tendencia suele ser la de comprender al sicario y condenar al que le ordena su actuación. Pero en realidad, el que en ningún caso tiene derecho al perdón propio o ajeno es el sicario, pues no es un humano, sino una máquina.

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