miércoles, 14 de enero de 2009

¿DEBERÍA REPROCHÁRSELO A MIS PADRES?


A veces me asalta la duda de si mi incapacidad manifiesta para asumir muchos de los procederes de la mayoría no se conforma como causa de infelicidad, y si ello, además, no es consecuencia de la educación que me dieron mis padres.

He de reconocer, ante todo, que yo me siento plenamente feliz de cómo soy en la actualidad, esto es, de mi manera de ver la vida y de los valores que tengo asumidos como fundamentales, y que en buena medida me inculcaron mis padres, maestros y profesores. Sin embargo, ello no es óbice para que alguna que otra vez me plantee por qué no sucumbir y abandonarse a la tendencia que marcan las actuaciones del grupo o de la masa en medio de la cual vivimos, a fin de así lograr mayores niveles de felicidad o, en su caso, niveles distintos o diferenciados de la felicidad a la que estamos acostumbrados.

Hoy, mientras daba mi paseo a favor del régimen (del régimen contra el exceso de peso, se entiende), al pasar por una de las calles de una urbanización me fijé detenidamente en el muñeco de Papá Noel que en este caso escalaba la pared exterior de un chalet con la frustrada intención de acceder al tejado. Está claro que el muñeco seguía allí en su aventura imposible e inanimada, a pesar de que ya hace unos días que se han apagado las luces de la Navidad. Me paré, lo miré detenidamente y de forma automática pensé: ¿Por qué no nace en mi corazón la necesidad de colocar el muñeco de Papá Noel subiendo por el tejado de casa? ¿Acaso no soy yo como la mayoría de ciudadanos que colocan el muñeco escalador y manifiestan así, de manera casi que estentórea, su feliz espíritu navideño? ¿No estaré yo siendo menos feliz al dejar de colocar este signo evidente de la Navidad y del espíritu que a todos nos embarga en esas significadas fechas?

Terrible –aunque intrascendente- cuestión, pensé. La respuesta, sin embargo, no se hizo esperar: es que yo no soy igual a aquellos otros que manifiestan su felicidad en Navidad de esta manera. Cada “maestrito con su librito”, y mi forma de manifestar el espíritu navideño nada tiene que ver, ante todo, con Santa Claus, Papá Noel o San Nicolás, que son todo lo mismo y que me resulta un personaje extraño a las tradiciones navideñas que siempre he vivido desde chico. En mi casa lo prioritario no era Papá Noel, ni siquiera lo era el árbol de navidad (ya lo disfrutábamos viendo el árbol del Orfeón La Paz en la calle de la Carrera de La Laguna), sino que el símbolo de la Navidad era el portal, que cada año confeccionábamos entre todos los hermanos, primero con figuritas de barro y luego, con el paso de los años, con figuras de plástico, lo cual ya supuso un retroceso.

Pero junto a la reflexión anterior, también pensé que era totalmente absurdo y propio de estúpidos reírse por lo bajini de aquellos que colocaban en sus casas el muñeco de Papá Noel, calificando tal hecho como una auténtica horterada. Este tipo de actitud denotaba una especie de superioridad injustificada frente a los que optaban por manifestar de esa forma su espíritu navideño. Posiblemente, me dije, mi “respetable” costumbre de hacer el portal fue seguramente en su día calificada por otros como una muestra propia del populacho que era motivo de burla y sorna por los más ilustrados.

Finalmente, llegué a la conclusión de que no tenía absolutamente nada que reprocharles a mis padres. Las bases de la educación que me dieron me permitían mirar con simpatía el muñeco de Papá Noel trepando por los tejados, balcones y ventanas, y pensar que a lo mejor mis hijos o mis nietos verían también en el futuro con simpatía las manifestaciones novedosas que por entonces mostrara el espíritu navideño, mientras que ellos, siguiendo la tradición, se limitarían a colocar figuras de Papá Noel trepando por los tejados, balcones y ventanas de sus casas.

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