martes, 24 de junio de 2008

¿POR QUÉ OCULTAR LA ENFERMEDAD?

Sólo se me ocurre una razón de peso para justificar esa extendida costumbre española consistente en ocultar a los demás la existencia de una enfermedad grave, es decir, de un cáncer. La razón no es otra que la de evitar a los enemigos un motivo de satisfacción. Sí, parece algo muy duro –no el cáncer, sino la satisfacción de los enemigos-, pero es así de claro. Sin embargo, aparte de esta razón de peso que opera la mayoría de las veces como motivo no explicitado, lo cierto es que la cuestión debe de estar conectada con una experiencia secular negativa del ser humano en cuanto al padecimiento de enfermedades graves, sobre todo, de aquellas de carácter infeccioso o que pudiera pensarse que lo fueran. En estos casos, antes y ahora, la reacción de los sanos es tratar de aislar y marginar al enfermo. Es verdad que en nuestras sociedades ricas, la enfermedad que actualmente cumple esa función es el sida, en tanto que el cáncer aparece ya como una enfermedad “normal” y, sobre todo, familiar, capaz por consiguiente de ser aceptada y comprendida en sociedad. Tener hoy cáncer no es que sea un motivo de distinción social, pero al menos no es ya un motivo para ser considerado un tipo raro.

Sin embargo, siendo una causa tan común y frecuente de muerte, es evidente que aún hoy nos cuesta afirmar o contar a los demás que padecemos la enfermedad. No obstante, puede que tal vez por esta última razón, es decir, porque nos ronde la muerte de manera más o menos cierta y no de forma aleatoria, nosotros mismos seamos pudorosos a la hora de hablar de la existencia de la enfermedad. En esta línea, sigue siendo muy frecuente que algunas de las personas que fallecen de cáncer sean luego recordadas en una nota periodística de una forma muy significativa: “…falleció tras una penosa y larga enfermedad”, pero sin que se haga referencia expresa en ningún momento al cáncer.

A mí particularmente, lo que de verdad más atrae de esta enfermedad es la existencia de personas que han vivido y padecido la enfermedad y finalmente han logrado salvarse, pero sobre todo, que han tenido la paciencia y la consideración de contar a otras personas –sanas y enfermas- su experiencia personal. Es un acto de generosidad, pues si bien podría explicarse como alegría de ver que la muerte les ha dado un respiro, supone en mi opinión un acto de solidaridad con aquellos que otros que “viven” la enfermedad y se sienten impotentes ante la misma. Es una puerta a la esperanza, como también lo son todas aquellas otras vías que llevan al ser humano a reconocer la finitud de la vida y la esperanza permanente en la misma.

Sentirse parte de la vida es también sentirse parte de la muerte, y aunque no sepamos lo que después de esta última pueda suceder, es claro que tampoco tenemos excesiva prisa por experimentarlo. Habrá que confiar en los médicos y en los investigadores que a diario trabajan por curar la enfermedad. Pero mientras tanto, creo que manifestar o no que padecemos la enfermedad es algo que debe quedar a criterio del enfermo, como también, e incluso con mayor razón, debe a este corresponder el derecho a saber o no de la existencia y alcance y de su propio cáncer.

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